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Las cifras en torno al número de migrantes que han llegado a Colombia durante los últimos años, según datos recogidos por la Agencia de la ONU para los refugiadosACNUR en el año 2019, se acerca a los dos millones de personas, de los cuales, cerca de un millón se encuentran en la ciudad de Bogotá. A esto se suman, los cerca de 8 millones de desplazados por la violencia interna del país.

Si bien, estos datos no son desconocidos por la gran mayoría de habitantes, también es cierto que se ha vuelto tan común ese fenómeno, que esos otros se han vuelto parte del paisaje, es decir, que la posibilidad de conmovernos como seres humanos se hace cada vez más nulo, pues es tan natural verlos deambular por la calle que poco o nada hacemos para intentar transformar en algo esa realidad.

Y es precisamente esto lo que movió a los docentes Martha Arias, Juan Tibocha y Miguel Rosso de la Facultad de Humanidades, Ciencias Sociales y Educación a pensar en acciones concretas que de alguna manera coadyuvasen en la mejora de la dignidad de quienes han tenido que caminar buscando dónde asentar su historia sin dejar de ser reconocidos como individuos, es decir, sin dejar de ser simplemente parte del paisaje.

Es así como durante el año tanto los docentes como estudiantes y exalumnos del programa de Licenciatura en Filosofía, realizaron intervención con 186 migrantes internos y externos en dos líneas fundamentales: talleres en torno a su valor como personas, de manera que reconocieran su dignidad dentro de la sociedad pese a las circunstancias que vivían, y una segunda etapa en la que se les brindó cursos de capacitación que les permitieran generar ingresos dignos para sus familias, aspecto que se llevó a cabo en los cursos de barbería, cerámica y adornos navideños. Este último taller tuvo también como beneficiarios a habitantes del barrio Santafé que se encuentran en situación de vulnerabilidad.

 

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Era común para los docentes y los talleristas escuchar expresiones como “sé que puedo salir de esta situación, por mis hijos, por mi familia”, “en mi país nunca tuve estas oportunidades”; pero más gratificante era una vez finalizados los cursos, escuchar reacciones en torno a lo que esto había representado para otros en perspectiva de sostenibilidad económica de sus familias, tal como Rafael y Kleidy, quienes al finalizar los cursos de barbería y cerámica decían con gran satisfacción y esperanza: “ahora ya sabemos que mientras yo corto el cabello y Kleidy vende cerámicas, los niños podrán ir a estudiar”.

El camino emprendido no se limitó a pensar en ese otro que hace parte del paisaje, sino que permitió mirar su rostro y caminar en la misma vía de los objetivos planteados por la ONU. El reto era entender la historia y leer el alma de cada uno de los seres humanos que encontramos cada jueves y sábado, ayudándoles a reconocerse como únicos y valiosos en esa maraña selvática de las ciudades sin nombre porque han perdido su identidad al negarles identidad a esos otros.

Vale la pena retomar las voces de nuestros estudiantes, al preguntarles si todo futuro licenciado debería tener una formación en proyección social nos encontramos con que responden diciendo que “la universidad debería garantizar que el estrellón no sea tan bravo” y ratifica otro estudiante diciendo: “si bien no se puede formar a alguien para que sea empático, si se le puede sensibilizar un poco. Mostrarle que hay realidades distintas, hay dolores que afectan a las personas. Ese debe ser el papel de la universidad”. 

Otro interrogante que nos surgió fue en torno a qué pensaban de la proyección social y si consideraban que debe ser algo transversal. Uno de los estudiantes considera que antes que todo debe ser una “pasión y una vocación” y eso hace que sea complejo convertirlo en un proyecto transversal. Así mismo, otra de las voces dice: “si queremos garantizar transversalidad, es pertinente atacar dos frentes: un frente narrativo, en el cual se conocen las historias de determinada situación social. Y el segundo frente es el de la confrontación. Nosotros como estudiantes tenemos dos salidas: me emboté tanto de realidades sociales que me vuelvo indiferente o me comprometo”. La reflexión de los estudiantes va más a pensar que la proyección social no debe ser obligada pues lo obligado hace que no existan motivaciones para actuar. 

El reto, entonces, fue claro para todos y responde a las necesidades del mundo actual: es necesario que la academia enseñe a leer el paisaje, es decir el rostro de los sin rostro que deambulan por nuestras ciudades.